viernes, 13 de febrero de 2009

VI (Cuento)

“...No imagines; nada de lo que imaginas es cierto,

lo único real es el cuerpo. Nuestros cuerpos...”[1]

La luz de Oriente se ha extinguido por completo... Ocultos en las sombras, dos cuerpos abatidos por el cansancio se aprestan para el combate final.

Las huestes olvidadas del otro lado de las murallas no conocerán jamás el secreto encuentro. En el tálamo oscuro, territorio donde conviven los perfumes y las almas, Venus susurra al silencio la suave melodía de la danza de los cuerpos...

Los sortilegios conjurados los han puesto uno frente a otro. Dos extraños conocidos, dos figuras que se confunden en una se roban al misterio en el instante en el que el latir de los corazones se acelera para desprenderlos de todo temor y pudor.

Suaves, serenas, las manos desnudan uno a uno los pliegues de la piel. Poco a poco, cada beso reconoce los rincones ocultos del placer... Lento se desvisten; ya no queda nada por esconder, las caricias revelan el ardor...

Una vez más, una mujer robada a la soledad y al silencio, es poseída por el hijo del íncubo.

Las sombras se conjugan... las figuras se funden... las manos dibujan una y otra vez el contorno de los cuerpos... La boca recorre cada centímetro adueñándose de lo ajeno, degustando lo prohibido; comienza por los labios, baja por el cuello y se entretiene en el pecho... se desliza por el vientre para descansar en las caderas y perderse entre las piernas...

El astuto guerrero, pupilo de Eros, ha ganado la batalla... con astuta estrategia ha recobrado la llave oculta que abre la cárcel en que el alma está cautiva... Ha encendido el fuego; son esclavos de la llama.

La niña abandona la castidad virginal. La amazona aletargada se entrega al furor.

Una extraña sensación convierte a la presa en cazador... El suave y sensual roce de los cuerpos impulsa a la penetración... La desean, la necesitan, se consuma... se descubren sin siquiera pensar quién arrebata e incita sus más bajos instintos...

...Y en ese preciso instante, en que el sueño y la vigilia se confunden, dos cuerpos, agotados por el fragor de la batalla, respiran como animales, suplican, gimen y se desprenden de toda humanidad.



[1] Inés Legarreta, “Carta a un amor secreto”, en Su segundo deseo, Ed. EMECE, Bs. As 1997.

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