¡Las simples palabras! ¡Qué terribles son!
¡Qué límpidas, qué brillantes o qué crueles! [...]
¿Qué sutil magia hay, pues, en ellas?
Diríase [...]que tienen una música propia [...]
¡Las simples palabras![1]
Abro este o aquel libro y allí están... las simples palabras...
Qué son las palabras, simplemente una breve combinación de letras con un significado; un significado que no siempre dice lo que quiere decir.
¿Lo ves? son simple, están escritas llenando el espacio vacío de esa hoja en blanco, dicen lo que se lee: si yo leo “...el viento y el mar pelean pero es la pequeña barca quien sale herida...”, simplemente leo eso; la combinación de letras me indica un suceso común en el campo de la navegación y sin embargo yo, como lector audaz, qué es lo que busco detrás de esas palabras. Busco la magia de su sentido, de mi sentir. Me dejo encantar por la delicada melodía de la musa: cierro los ojos y de pronto me hallo en ese punto en que el horizonte se pierde, aquél en el que puedo ser la reina Ginebra en brazos de Lancelot, o el marino que naufraga en la tempestad...
La música me encanta; el demiurgo, el genio mágico encerrado en el texto me propone un pacto secreto, un pacto de lectura como diría Umberto Eco: el lector entra en el texto, bucea en ese vasto mar de palabras y las imaginaciones del autor y del lector se combinan de la forma más extraordinaria: uno dibuja la magia y el encantamiento de la obra; el otro le da color y vida cada vez que en su mente moldea – como Dios – a los muchos Adanes del texto.
Pero no siempre es así, muchas veces aunque lo intento y me esfuerzo por llevarlo adelante, ese pacto no se cumple; el goce de la lectura se quiebra por una delgada línea negra que de pronto se convierte en un garabato o una reflexión dictada al oído.
El análisis literario, ese aprendido en la búsqueda de una vocación, pasa a ser no una herramienta, sino un perjuicio, un desencadenante de pensamientos y reflexiones que acaban con la inocencia de la lectura; esa primera lectura ingenua que me situaba en un mundo diferente del presente; un nuevo mundo que me hacía soñar; mundo que desempolvaba al tomar el libro del estante y que al abrirlo, al igual que la música, me alimenta el alma. Me gusta creer que un buen libro es “ambrosía”, alimento de dioses.
Por esto, por esa desilusión sufrida al quebrantarse el pacto de lectura es que me dedico – de vez en cuando – a escribir; para recuperar desde el otro lado, desde el escritor, la inocencia del juego: encontrar las palabras, recrear personajes y ponerles color es un desafío satisfactorio para mí.
Te preguntarás, lector, por qué considero desafío algo que en verdad me produce placer; porque como lector le exijo a mi faceta de escritor las mismas cosas que a otros “colegas”.
Tarea difícil: me siento frente a la hoja en blanco y ... y pienso; entonces surgen muchas dudas: ¿qué quiero transmitir? ¿cómo lo hago? ¿entenderá mi lector lo mismo que yo? ¿le gustará o no?... Frente a este mar de tempestades literarias cierro los ojos y me subo a una torre; y cuando estoy allí, desde su balcón observo el vasto horizonte, me dejo llevar por la magia de la inmensidad. El abismo extenso me conmueve y en lugar de temerle lo amo. Por un instante no existe nada detrás de ese más allá que es mío; es mi ciudad; soy su dueña y así la contemplo, la observo minuciosamente, la reconozco... y así surgen las ideas, los personajes y los colores... en fin, las palabras: mis simples palabras.
La torre una mesa, el abismo una hoja, la ciudad mi pluma. El terror al vacío se desvanece cuando reconozco las palabras, cuando encadenadas las notas musicales cantan al oído la melodía de la imaginación; entonces el blanco se puebla, se reconocen las caras, los sentimientos.
¿Cuánto habré dejado de mí en ese texto? ¿Me descubrirá el lector detrás de ese ánima que juega con los niños, o esa pareja de amantes penetrados por el hijo del íncubo?...
Ahora las comprendo; ahora puedo descubrir en el fondo de mi naturaleza qué son las simples palabras y qué sutil magia hay en ellas: son parte de mí; son mi propia esencia que se esconde detrás de esa hilera de letras trazadas a lo largo de la historia narrada.
Ahora sé que la sutil magia reside en permitirme recuperar la inocencia perdida revelando aquello que quiero ocultar.
Y después de todo ahí están, dispuestas unas junto a otras las simples palabras.
[1] Oscar wilde, “El retrato de Dorian Grey”, en Obras Completas, Tomo I, Joaquín Gil Editor, Bs. As., 1944 (p.45).
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