viernes, 13 de febrero de 2009

San Antonio (Cuento)

“...muerto y sepultado.

Descendió a los infiernos.

Al tercer día resucito de entre los muertos...”

Tiempo después, una noche oscura y no muy lejana a la muerte del prusiano, el santo descendió a los infiernos para asarce junto a su cerdo.

El carácter picaresco de Antonio parecía perderse día tras día en cada vaso de licor. El aguardiente ya no ahogaba las penas, sino que revolvía en las entrañas del viejo zorro la culpa que un inocente no pudo tapar.

_Antonio, ¿qué pasa que has perdido tu picardía?

_Hombre que es verdad. ¿Acaso te ha tenido tumbado la indigesta que te propinó el atracón de cerdo?

_Cierto Antonio, desde que tu prusiano ha desaparecido ya casi ni se te ve, y cuando te asomas gruñes más que perro rabioso.

Así bromeaban sus amigos las escasas veces en que el viejo se dejaba ver por el pueblo, más llevado pro asuntos de negocios, que por interés gozoso.

Sin saberlo, quienes fueron antiguos camaradas de bebidas y chanzas, provocaban temor al pícaro santo.

Una noche, en que el perro no cesaba de aullar, y el viento silbaba entre las copas de los árboles, Antonio despertó sobresaltado, como si una fuerza extraña lo hubiera arrancado de su lecho.

El viejo, gordo y pesado como era, bajó las empinadas escaleras que conducían hasta la despensa.

El lugar estaba tan sumergido en lo oscuro de la noche, que el santo brillaba envuelto en la palidez de su aura.

Sintió un ruido muy extraño cerca del corral, allí donde yacían los cerdos; y como el pavor lo inundaba, sólo atino a encender la lumbre para espiar por detrás de la ventana. A lo lejos, vio una sombra que se dirigía en dirección al granero; el susto pudo con él, y el santo corrió a esconderse.

A la mañana siguiente, la servidumbre – sorprendida por los vestigios de una borrachera – subió en busca de su amo, y grande fue el alboroto cuando lo encontraron a éste bajo la cama, con la cabeza tapada y el culo al aire.

Los criados no sabían si reír o llorar; en realidad, tuvieron que contener demasiado la respiración para no estallar en carcajadas cuando el amo – temeroso – se levantó del suelo.

La escena pareció graciosa aún para el alcalde Chicot, quien preocupado por las actitudes del viejo, solía acercarse todas las semanas hasta la finca del santo Antonio con intención de preguntar por su estado anímico.

El ambiente era demasiado extraño, y el santo en verdad se comportaba como tal.

La actitud de Antonio realmente preocupaba a sus allegados, y sobre todo a la servidumbre, quien compartía los días solitarios del hombre, y a quien atosigaba con preguntas extrañas; ¿qué hasta qué horas no se acostaban?, ¿quién dejaba la lumbre encendida?, ¿a quién puede ocurrírsele hurgar en el granero a altas horas de la noche?, y preguntas por el estilo que desconcertaban a los siervos.

Una mañana, en que el alcalde – como tantas otras veces – se acercó para visitar al amigo enfermo, lo encontró cerca del granero, examinando con puntilloso cuidado la fosa del abono. Cuando el hombre advirtió la insistencia con que el viejo volteaba a ver el lugar a la par que se alejaban del mismo, comenzó a clavarse en él una espina acerca de la actitud del santo.

Movido por esta incertidumbre, el señor Chicot propuso a Antonio trabajara con él un empleado del cual iba a prescindir hasta el tiempo de la cosecha.

San Antonio accedió al petitorio del amigo y acogió al obrero en su casa.

El hombre, joven, robusto, de buena estatura y de aspecto agradable, pronto se ganó el cariño del viejo Antonio quien dio al muchacho toda su confianza, mas le prohibió terminantemente que se acercara al granero y mucho menos a la fosa de abono.

_Anda hombre, que no te vas a acercar tú con esa presencia a tan maloliente lugar; qué quieres, que las muchachas huyan despavoridas ante el olor pestilente, vamos que eres joven y debes estar siempre presto para los amoríos; sino mírame a mí, dile Celia cómo te persigue tu amo entre las cacerolas; cuéntale a mi amigo las llamaradas que produce mi joven vigor.

Toma hijo, bebe otra copita para calentar el espíritu – Así hablaba el viejo; y tras cada copa anhelaba aún más ocultar la culpa y el pavor que cada noche lo atosigaba.

Llegada la hora del sueño, es santo guardaba vigilia tras la ventana por el alma del prusiano; por la mañana, al despuntar el alba, corría hasta su montaña de abono, la examinaba de lado a lado, y volvía – como cada día – a cubrirla con la nueva carga de estiércol que traía de la finca vecina.

No pasó mucho tiempo sin que un vestigio de su crimen , y la actitud sospechosa de sus actos condenaran a Antonio.

Una mañana, en que el viejo no se despertó – rendido por el cansancio de la vigilia y la borrachera que acostumbraba agarrarse en sus buenas épocas – el nuevo peón debió hacerse cargo de las faenas que acostumbraba más las que su amo solía llevar a cabo. Por ende, tuvo que acercarse a la fosa de abono y trabajar en ella, con tal mal tino para el pobre santo que, rastrillando el muchacho por los alrededores de ésta, fue a dar con algo duro que impedía llevara a cabo su tarea.

Entre forcejeo y forcejeo, la herramienta arrastró consigo un trozo de tela, similar a la de los uniformes. El obrero asombrado, guardó el hallazgo en su bolsillo y no comentó nada a nadie.

Por la tarde, cuando san Antonio despertó de su sueño, la criada que se disponía a servirle una suculenta merienda para suplantar el almuerzo perdido, contó al viejo lo que aconteció durante la mañana en que éste durmió su borrachera:

_Vino a verlo el alcalde Chicot y sus hijos se acercaron como cada lunes primero de mes para almorzar; dijeron que no lo despertáramos, que lo verán el próximo mes: lo que queda de éste lo tienen ocupado para volver.

_Qué más da – replicó el viejo – en cualquier momento el cerdo me manda al infierno y problema solucionado para ellos. Así que anda Celia, súbete a mis rodillas para disfrutar lo poco que te queda de buena vida antes de que tu patrón se muera.

La muchacha no sabía cómo esquivar las manos del viejo libidinoso que se colaban por debajo de sus faldas.

_Luego – prosiguió la sierva – el vecino trajo lo último que le quedaba de abono; el nuevo peón lo colocó en la fosa; habrá sido por eso que Devorador ladró toda la mañana, estuvo más alterado que nunca, como si guardara celosamente algo.

Al oír estas palabras, al santo se le atragantó el bocado; su cara se tonalizó de tal forma que en breve pasó del morado rabioso de la asfixia, al pálido luminoso del pavor.

Enceguecido por el temor de ser descubierto, se levantó de la mesa arrastrando consigo mantel y vajilla, y dejando hablando sola a la muchacha que le servía.

Veloz como saeta, fuese a buscar a su peón y no muy grata fue la sorpresa cuando encontró a éste a un lado del camino hablando con el señor Chicot.

_Buenas tardes Antonio – dijo el alcalde – que milagro verte fuera de tu casa, aunque este joven me cuenta que has vuelto a las andadas.

El santo no sabía qué decir ni cómo actuar, su interés por saber si había sido descubierto le impedía cambiar el semblante frente al representante de la ley.

_¿Qué te sucede Antonio? – continuó el amigo – ni que hubieras visto un fantasma.

El viejo ya no sabía cómo disimular. Tomó al muchacho del brazo y lo arrastró con falsos argumentos hacia la granja. Una vez que estuvieron solos, Antonio utilizó sus ardides de viejo socarrón para interrogar al muchacho sobre lo que había hecho durante el día. Nada de lo que éste contestaba pareciole pauta de que hubiera sido descubierto. El peón se cuidó demasiado al contestar, al igual que san Antonio al preguntar.

Esa noche, una preocupación más mantendría al santo en vigilia; sin embargo, el calor de la hoguera y la bebida, lo fundieron en un sopor placentero.

El buen momento no duró mucho; como la primera noche, los aullidos del perro despertaron al viejo que esta vez corrió detrás de la sombra que la luz de la luna dibujaba en su ventana.

La noche era oscura, el perro aullaba sin cesar, y el viento quebraba la copa de los árboles.

El santo se acercó a la montaña de abono gritando “ya no más, me oyes, ya no más cerdo impío” ; “no seguirás atormentándome”.

Comenzó a cavar con sus manos en el desperdicio; la desesperación se apoderó de sus miembros; cavó hasta donde se lo permitieron sus fuerzas.

A la mañana siguiente, el pueblo amaneció alborotado; san Antonio había muerto, el crudo invierno francés lo había matado.

Su servidumbre lo había encontrado sobre un montículo de abono, vestido con su ropa de cama y teñido con la blancura de la nieve.

Nadie supo qué lo empujó a semejante fin.

Tiempo después, cuando el hecho estuvo consumado y olvidado, así como la memoria del santo, el alcalde Chicot y el cabo Perrault – el peón de Antonio - , regresaron a las ruinas de lo que alguna vez había sido una granja.

_¿Qué habrá hecho que Antonio tomara esa decisión? – se preguntó el alcalde.

El cabo sacó un trozo de tela del bolsillo y respondió alargándosela al alcalde: _La culpa.

Juntos removieron la fosa de abono y encontraron el cadáver del prusiano, descompuesto y carcomido por los gusanos.

El alcalde lo miró fijamente y concluyó: _Es verdad que pagan justos por pecadores. Este santo sí que descendió a los infiernos, pero jamás subirá a los cielos.

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