sábado, 3 de septiembre de 2016

Cuando 1 sea = a 13 (Microrrelato)

“La Princesa está triste. ¿Qué tendrá la Princesa?”[i]
¡ABURRIMIENTO!
La encerraron en la torre y le avisaron que solo podrá salir cuando resuelva el acertijo hechicero: 1=13.
¡Ilusos! Puede que la piba no sepa leer un reloj analógico pero no hay cosa que google, celular mediante, no resuelva.
La Princesa está aburrida. Son las 9:00 de la mañana y faltan cuatro horas para que el hechizo se rompa.





[i] Sonatina. Rubén Darío.
La imagen del espejo (Retrato de un escritor)

Hola, ¿qué tal?, mucho gusto. Mi nombre es María Eugenia Massini; soy profesora de Letras con orientación en Comunicación Social.

Probablemente para vos, lector, este inicio resulte poco serio y para nada académico; sin embargo, me pareció conveniente presentarme, puesto que intento entablar con vos un diálogo íntimo por medio de este texto que me define y que en cierto modo te abre las puertas de mi universo. Te invito a pasar para que puedas descubrir los pormenores de la imagen que en este momento me devuelve una ya no tan intimidante hoja en blanco.

Desde que me inicié en el camino bendito de las letras, persigo un sueño que parece no concretarse nunca y que sin embargo está más próximo de lo que imagino: quiero ser escritora. Este deseo lo expreso cada vez que mis alumnos e incluso algunos colegas (entiéndase, en la variedad de cursos que uno realiza) me preguntan por qué elegí esta rama de la docencia. Pues bien, sepan ellos y vos, lector, que lo que quiero es crear, comunicar y compartir; por ello, quiero escribir.

Ahora bien, te preguntarás qué quiero escribir, si lo hago y, por supuesto, qué tal me va con eso. Te diré que no es tan sencillo de responder puesto que hacerlo implica un amplio proceso de remembranzas y un poquito más de definiciones; así que comencemos por el principio, dejame que te cuente qué entiendo por escribir y por supuesto a qué llamo yo escritor.

Escribir, tal como lo define el diccionario, escribe cualquiera, diariamente y quizás sin reparos. Escribir, tal como yo lo entiendo, es otra cosa; es un arte, un proceso paulatino, meticuloso y ordenado mediante el cual damos a luz un texto que contiene en su germen no sólo conceptos sino también intenciones, pensamientos y sobre todo dedicación. El arte de escribir es un proceso creativo en el cual el autor del texto se desdobla para dejar en el mensaje parte de su esencia, rastros de conocimiento, su humanidad.

Creerás que lo dicho anteriormente suena cursi y azucarado; sin embargo, a lo largo de los años he comprendido que el proceso de escritura es así. No cuenta simplemente lo extraído de otros y el vuelo imaginativo, sino que también pesa todo lo que uno vuelca de sí mismo en las páginas que conforman el texto.

Lo que acabo de expresarte tiene su razón de ser. Verás, al inicio de mi proceso creador consideraba que escritor era simplemente aquel que escribía con intención literaria; y de hecho tanto lo creía, que mis esfuerzos se concentraban en lograr producciones poéticas que descansaron primero en un cajón para luego morir en la basura puesto que, los muchos análisis literarios transformaron al artista en crítico; un crítico bastante duro que no tuvo piedad consigo mismo y decidió que las declamaciones amorosas de una adolescente no estaban al nivel de los primeros trabajos en prosa narrativa que comenzaban a clarear en el horizonte literario. Parecía que se acercaban buenos tiempos entonces, y de hecho lo fueron; la pluma se hallaba nutrida de práctica y buena lectura y producía sin cesar todo aquello que se le exigía.  Hoy en día ese ejercicio quedó suspendido por necesidad.  Lo cierto es que las exigencias actuales (tiempo, trabajo y demás menesteres) han hecho que dejara de lado la creación de nuevos mundos para abocarme de lleno a otro tipo de producciones: escrituras funcionales y expositivas.

Como bien te dije en líneas anteriores, soy docente; lo que no te mencioné es que además soy empleada administrativa en una oficina de Recursos Humanos.  Linda mezcla, ¿no?  Bueno, miralo como lo miro yo, hago uso y abuso de la comunicación que es algo que me encanta.

La profesión y el deber me empujan a producir textos que carecen de vuelo imaginativo a menos que yo misma me aburra de la teoría y decida ponerle un poco de “onda” a la redacción para no hacer el conocimiento tan monótono.  Éste es el único modo en que puedo darle rienda suelta a la imaginación; detrás del contenido conceptual, agrego una pizca de invención que se deja integrar de la mano de ejemplos que alimentan el humor a partir de la hiperbolización de acontecimientos cotidianos.

En tanto que la escuela me brinda un respiro creativo, la oficina no me lo permite, pues todo  debe ser tan claro y conciso que los textos se vuelven monótonos, aburridos e incluso vacíos porque el esfuerzo y el empeño puestos en la producción acaban en saco roto. Los receptores son autómatas que responden sin leer e incluso la correcta sintaxis que en esos casos es tan fundamental queda tendida bajo los pies de la indiferencia.  Los recursos cohesivos se pierden en la ignorancia a excepción de la repetición y por el simple hecho de que se deposita en ella la esperanza de que el mensaje sea comprendido por el receptor.


Así y todo, con lo vertiginoso de las propuestas puedo decirte ahora que me estoy acercando a mi deseo, casi lo alcanzo.  Las distintas experiencias que me ofrece el día a día son atrapantes; el arte de escribir pone en funcionamiento la mente; obliga a pensar. No interesa qué tanto deba hacer o producir y cuál sea la intención del producto; lo interesante es sentarme frente a la hoja en blanco, tomar el lápiz y producir.  Luego llegará el momento de la PC y las múltiples revisiones hasta tanto decida dar a luz.
La torta de cumpleaños (Cuento - Anécdota)

Si hay algo que sé hacer bien, es seguir las órdenes del dictador de mi hermano. Genio culinario, disfruta más dando directivas que preparando los platos dulces.

Hace tres años, con motivo de su trigésimo cumpleaños, en casa se organizó una celebración a la que estuvieron invitados varios miembros de la familia. En dicha oportunidad, la torta fue un exquisito brownie con dulce de leche y merengue que, por supuesto, preparé yo siguiendo sus indicaciones. Hoy que celebra su trigésimo tercer natalicio, FACEBOOK me trae un recuerdo grato de aquel momento – una foto de la torta, obvio – y la memoria me acerca un corto del año ´87.

Ese año fue algo loco, desacompasado. No terminábamos, creo yo, de adaptarnos a la mudanza abrupta del año anterior, la distancia que separaba la escuela de casa resultaba cada vez más terrible, la guita no alcanzaba y, para colmo de males, mamá y yo nos contagiamos paperas. A pesar de todo, hoy que soy grande, pienso que esas angustias son nimiedades ante la demostración de amor, Fe y confianza que experimenté ese año.

Les decía que la memoria me acerca un corto. En este corto pasan rapidísimo las imágenes de dos niños subiendo a un auto estacionado frente al colegio Bernasconi, el frasco de mermelada BC lleno de arroz con leche que nos había preparado tía Elvi, y el paseo por las góndolas del Supermercado del juguete que estaba en la calle Candilejas – ahí compramos el regalo para Juan: no sé qué porquería de Rambo (el helicóptero, el arco, qué sé yo). Estas imágenes pasan vertiginosamente y de pronto se detienen en la cara de un angelito rubio de cuatro años, que estaba desesperado por llegar a su casa porque su mamá, aunque estaba enferma, le iba a hacer su torta de cumpleaños.

La torta de cumpleaños… Hoy pienso en esa torta y no puedo más que sonreír. Mamá la preparaba para todos los eventos especiales. “Tortita de pobres” apodamos ahora al bizcochuelo – de vainilla o chocolate, según el gusto del consumidor – con un corte de dulce de leche, duraznos en almíbar y cobertura brillosa de cacao y dulce de leche. “Tortita de pobres”… No es que ahora seamos ricos, pero, gracias a Dios, las cosas mejoraron un poquito y somos más los que trabajamos y aportamos para poder darnos un gusto.

El 18 de agosto de 1987 fue un día especial y ameritaba tener su “tortita de pobres”. Ese día Juan se despertó y a pesar de que tía Elvi intentó convencerlo, no hubo manera de hacerlo cambiar de opinión: él quería volver a su casa porque su mamá le iba a hacer la torta de cumpleaños.

El 18 de agosto de 1987, mamá, con la cara hinchada como una pelota, el pelo desordenado y el cuerpo cansado, se levantó de la cama, se puso el déshabillé azul y las “zapatillitas de chinito” para preparar la torta de cumpleaños que el angelito rubio estaba esperando.


El 18 de agosto de 1987, el regalo más importante no fue el que Juan eligió en el Supermercado del juguete, sino la torta de cumpleaños.