sábado, 10 de agosto de 2024

La Pesquisa

 Alto, pesado, con un rictus grotesco instalado en el rostro, Maldonado se sube la bragueta del traje verde de poliéster y se acerca al lavamanos. Toma una toalla descartable, se seca las manos y el sudor. Un olor conocido lo golpea bruscamente. Cierra los ojos un instante y echa la cabeza hacia atrás. Vuelve. Mira el reloj.

Sentado detrás del volante, con el brazo apoyado sobre la ventanilla, Maldonado observa a Rivera alejarse por el terraplén del baldío. La figura se hace cada vez más pequeña conforme se acerca a la casilla desvencijada.

Rivera mete la cabeza y observa. Inmediatamente la retira. Maldonado no lo siente, pero imagina el olor a orina, sangre y sudor que el calor sofocante de la tarde debe de levantar en el sucucho de chapa. Se pasa un pañuelo por la frente sudada, observa el reloj y se baja del vehículo. Se sabe un tipo rudo, afortunado, que detesta a los fanfarrones como Rivera: matones de poca inteligencia que se vanaglorian de su sangre fría, capaces de vender a la madre, pero útiles en situaciones como esta.

Del cubículo contiguo al que abandonó hace un instante, sale un hombre. El tipo se acerca, abre la canilla, se lava las manos y se mira en el espejo. Maldonado lo conoce. Se detiene más de la cuenta en una tarea finalizada y lo observa. Con el rabillo del ojo escruta la figura que se yergue a su derecha. El sujeto ejecuta su tarea de manera parsimoniosa, insoportablemente amanerada e irritante. Maldonado observa el traje elegante, la corbata perfecta al cuello, el pelo engominado y una cicatriz casi imperceptible para el ojo poco entrenado debajo de la ceja izquierda.

El hombre se aleja del lavamanos. Con un movimiento de cabeza Maldonado responde el saludo del que se retira. Instintivamente, en un acto casi imperceptible, lleva la mano debajo del saco cuando el tipo pasa detrás de él. La puerta se abre y se cierra; la figura desaparece detrás del humo y la algarabía que le recuerdan su posición. Una más, una noche más…

Cierra con fuerza la puerta del automóvil. El cuerpo de Rivera desaparece frente a sus ojos, como si la enclenque casilla lo fagocitara. Maldonado vuelve a secarse el sudor de la frente y respira honda, profundamente; mira hacia la nada misma y agradece el ascenso. Tareas como esta no son para un tipo como él; para estas cosas está la gente como Rivera…

Del otro lado de la barra está el subalterno y más allá, en la zona de reservados, el grupo que durante meses los mantuvo en vilo. Hacia Rivera camina el hombre de la cicatriz, Antonio del Carril, más conocido como “Pichón”. Intercambian un par de palabras y Pichón se aleja hacia el grupo numeroso. Allá están todos y hacia allá camina Rivera con su mejor cara de nada.

De pie frente a la mesa Rivera conversa. Maldonado dibuja las palabras ensayadas entremezcladas en los acordes del piano que ambienta el lugar. Risas, un gesto y Rivera se desabrocha el saco. Se sienta. Maldonado mira el reloj. Está hecho.

El sol sigue su curso, el calor aumenta. Rivera no sale. Entre la impaciencia y las ganas de finiquitar el asunto, imagina al subalterno parado en el centro de la casilla, sacudiéndose el polvo del traje, acomodándose el pelo engominado, ajustando la vista a la oscuridad y la nariz al hedor. No ve, no oye, pero en su cabeza suena la voz cruda, gastada de tabaco y alcohol de Rivera; se figura ese rostro inmutable intentando convencer al otro infeliz de una calma que no existe.

- ¡Pichón, hermano! ¿Estás ahí?

La falsa preocupación le arranca una mueca que se parece a una sonrisa. A veces puede ser tan hijo de puta…

Rivera sale de la casilla. Camina lento, con esa cara de nada que a Maldonado le dan ganas de recagarlo a trompadas.

- ¿Y?

- El tipo está ahí adentro.

- ¿Le sacaste algo más?

- Nada. No sabe nada.

Maldonado se coloca la gorra, se acomoda la corbata, chasquea los dedos y acomoda la primera bala en la recámara. Avanza siguiendo al grupo. Atrás quedan Rivera y su desprecio.